Recuerdo que mi relación con el deporte y el ejercicio siempre fue estacional.
De pequeño me metieron en tantas actividades extra-escolares que aún recuerdo el cansancio como forma de vida. Siempre fui largo y delgado exceptuando la primaria, que era un poco rechoncho (como la mayoría de los niños), pero en cuanto pegué el estirón, mi cuerpo se transformó en el de un insecto-palo, llegando finalmente a medir 2 metros.

Si, soy alto, y no, no juego al baloncesto. Al menos a día de hoy, porque como buen cliché, si que jugué al basket desde la primaria hasta bachillerato.
Aparte de esto, dos cosas caían siempre todos los veranos en mi adolescencia: jugar al diablo 2 y nadar en la piscina municipal. A pesar de que nadar me encantaba, se convertía en algo que odiaba en cuanto llegaba el invierno, el puto frío me podía, así que siempre lo acababa dejando.
En la universidad y tras haber dejado el baloncesto (siempre lo vi como un hobby y no como algo serio), me metí en el gimnasio con el objetivo de cumplir el sueño de ponerme todo buenorro y sacar abdominales, como los que salían en las revistas. ¿Qué cuanto duré? Pues cada vez que retomaba el gimnasio nunca duraba más de 3 meses seguidos ¿Quién iba a pensar que ir al gym a que te pongan la típica rutina de 4×10 en todos los ejercicios con máquinas iba a ser un muermazo?

Por si esto no fuera suficiente, nunca vi ningún progreso en mi físico así que acabé pensando que era una pérdida de tiempo: sólo los privilegiados por la genética se podían poner fuertes y obtener esos cuerpazos.
Tener un cuerpo escombro no estaba tan mal, mi entorno me tenía envidia, podía comer todo lo que me diese la gana (nunca me he caracterizado por comer poco) y seguía igual de delgado (cómo si eso fuese sinónimo de salud, ¡JÁ!). Gracias a mis padres no comía tan mal, pero cuando comía fuera de casa lo que más me gustaba eran las cuñas de chocolate. Nunca tendría abdominales, pero tampoco sería gordo (ohh he dicho gordo, la gran palabra tabú de la sociedad aunque sólo sea un adjetivo). Entonces ¿que más daba ser un «flacucho con barriga»?
Lo que todo el mundo sabe…
Como todo el mundo, sabía lo que tenía que hacer para tener salud. Que levante la mano el que no sepa que para estar sano hay que comer bien y hacer ejercicio (ohh que sorpresa, ¿a que no te lo esperabas?).

También tenía un motivo adicional, mi querida espalda, de la cual todo el mundo se acuerda y se preocupa, por eso de medir 2 metros y tal.
Hasta aquí bien, pero seamos honestos: ¿a quién le importa todo eso? Si a ti no te importa imagínate a mi, que ya había asumido que jamás iba a tener siquiera los famosos «abdominales de flaco» y que coño, sólo se vive una vez.
Te cuento todo esto para que veas que incluso «sabiendo» lo que hay que hacer y a pesar de todos mis esfuerzos, no tenía ningún motivo adecuado de cambio y, como a mí, seguramente te haya ocurrido a ti y a todas personas que quieren cambiar algo en algún momento de su vida y no pueden, o bien no tienen motivos reales o lo hacen por las razones equivocadas. Indaguemos en estos dos aspectos.
Hacer las cosas por las razones equivocadas
¿Qué ocurre cuando haces cosas por las razones equivocadas? Lo que ocurre es que eres incapaz de mantener en el tiempo hacer aquello que te propones. Cualquier cambio externo requiere primero un cambio interno (apúntate esta frase porque es muy importante). Sin esto, cuando te planteas un objetivo y lo consigues, vuelves de nuevo al punto de partida. ¿Por qué? Porque si modificas tu comportamiento (hábitos) sin cambiar tu identidad, cualquier cambio que hagas requerirá de una constante fuerza de voluntad y eso hará que lo veas siempre como un sacrificio.

Veamos algunos ejemplos de esto:
- Tras superar el duelo de la ruptura con su ex-novia, tu amigo Fran decide que es hora de cuidarse y volver a salir al mercado, por lo que se apunta al gimnasio para ponerse fuerte y encontrar otra pareja. Durante los meses siguientes, Fran conoce a una chica, la cual se acaba convirtiendo en su novia y nunca jamás vuelve a pisar un gimnasio en su vida.
- Se acerca el verano y Marta, tras probarse su bikini, decide que debería de bajar esos kilitos de más que «no le sientan tan bien» (pam, la industria contra la mujer), así que se apunta a body combat y comienza la dieta Ducan o cualquier otra dieta de moda. Tras mucho esfuerzo y sufrimiento, consigue deshacerse de ellos. Sin embargo, una vez cumplido su objetivo, acabado el verano y casi sin darse cuenta, vuelve a recuperar todo lo que había perdido (y con algo de suerte, ninguno extra). Este proceso se repite en bucle año tras año.
Motivos reales de cambio
Como hemos visto, necesitas un motivo real acompañado de un cambio de identidad. La gente que se cuida tiene un compromiso de por vida, mientras que en el resto solo prevalece una motivación temporal.
Te aseguro que aunque tengas mucha, la fuerza de voluntad es finita. No tener esto en cuenta es como nadar contra corriente: si, puede que seas muy fuerte y aguantes mucho, pero en algún punto perderás fuerza y te dejarás arrastrar por ella.
Entonces ¿es posible dar un cambio radical en tu identidad?
Si, es posible. El problema es que normalmente suelen ser los sustos, o las situaciones cercanas a la muerte, las que desencadenan estos cambios de manera tan radical. Seguramente conozcas algún caso de alguien que haya sufrido un accidente, un infarto, o una experiencia traumática y de repente haya comenzado a cuidarse de forma drástica: la muerte pone todo en perspectiva.
Por suerte para nosotros, no es necesario que nos ocurra nada grave para tomar consciencia y empezar a trabajar en ello.
Entonces David, ¿tú pasaste por algo similar?
Lo cierto es que si. Por suerte no me ocurrió nada grave, simplemente mi cuerpo me dió un toque de atención y supe escucharlo de la manera adecuada.
Cuando empecé a trabajar de becario, con 23 años, una de las cosas que ocurrió es que añadí a mi vida estar todavía más tiempo sentado. Un día, tras varias semanas así, me dió un dolor repentino en la espalda (mis amigas las lumbares), mientras paseaba con mi amigo Guillermo. No me duró más de una hora, pero fue tan intenso que me hizo ver las estrellas, me asusté de verdad. En ese momento pensé que si con 23 años, que estaba en el mejor momento de mi vida, tanto físicamente como mentalmente, sin preocupaciones y dispuesto a comerme el mundo, me estaba doliendo la espalda de esa manera, ¿qué iba a ocurrirme cuando tuviese 40 años?

Todas las alarmas saltaron de golpe y decidí, en ese momento, que me iba a poner en serio de una vez por todas.
Para evitar ponerme excusas del estilo «el gimnasio está cerrado», «no puedo entrenar porque estoy de viaje» y derivados, me puse a investigar como entrenar sin depender de nada externo y descubrí que se podía estar en forma usando tu propio peso corporal y a partir de ese momento en adelante, nunca he vuelto a dejar de entrenar.
Mi cambio de identidad
Entonces, ¿cambié porque sabía que comer bien y hacer ejercicio sería lo mejor para mi salud? No, por supuesto que no.
Cambié porque visualicé que si seguía así me iba a convertir en una persona encorvada y con dolencias en la espalda en el futuro, y aunque gracias a dios no tuve ningún problema real, interpreté ese dolor temporal como si así lo hubiese sido.
Una persona que hiciese ejercicio, por lo general, no tendría problemas de espalda. Eso es lo que yo quería, ese fue el cambio de identidad que tuve: Poder vivir sin tener que preocuparme de si un día me iba a agachar y no me iba a volver a poder levantar. Si eso significaba hacer ejercicio regularmente durante el resto de mi vida, que así fuese.

Era un precio alto a pagar, pero lo sopesé y me comprometí. Ahora sabes cuál fue mi motivo real de cambio.
Después de eso, mi mente buscó todos los posibles beneficios secundarios: si hacer ejercicio además de ayudarme con la espalda y mejorar mi salud, iba a hacer que me pusiese to fuerte y buenorro de camino, ¿qué podía perder?
El refuerzo de mi identidad
Esta «nueva identidad» y nueva forma de visualizarme a mi mismo se vió reforzada cuando comencé a entrenar de forma regular, ya que nunca más me volvió a molestar la espalda.
Sólo en situaciones en las que tuve que dejar de entrenar y mi nivel de actividad era muy bajo, la espalda me enviaba señales de que se estaba resintiendo un poco, reforzando el hecho de que el ejercicio me hacia bien. Saber escuchar al cuerpo es algo muy importante.

A día de hoy tengo muchos más motivos por los que sigo entrenando, además de querer mejorar mi calidad de vida, quiero que la gente deje de decir «que alto eres» cuando me ve, y cambiarlo por «que grande eres».
Quiero convertirme en una verdadera tallbeast (bestia alta) y poder ayudar a otras personas como tú, a que también lo puedan ser, ya que durante el proceso de cambio he acabado desarrollado una pasión muy fuerte por el fitness.
¿Y yo, que hago entonces?
Busca tus motivos reales de cambio e identifica lo que realmente quieres, para que no acabes haciendo cosas por los motivos inadecuados.
Cuando los tengas, ¡póntelo fácil! Uno de los problemas principales que también veo es que la gente hace cambios enormes que requieren infinita fuerza de voluntad. El todo o nada. Pasan de tener una experiencia de 20 años de sedentarismo a entrenar 5 días a la semana y a hacer una dieta opuesta a la que llevaban haciendo, ¿te extraña el efecto rebote que tienen después?

No subestimes el poder de las pequeñas acciones en el largo plazo. Otro día indagaré más en esto, pero cosas como subir por las escaleras regularmente o meter siempre dos comidas «sanas» a la semana que te gusten, hará más por tu salud que volverte loco con mil dietas y pasar hambre.
Eso es todo por hoy, espero que lo que te he contado te haya podido ser útil. Un abrazo y te veo por el blog.
«Aunque nada cambie, si yo cambio, todo cambia.»
Honoré de Balzac
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